27 junio 2008

Triste historia la del corrector (II)

Triste, sí. Mi amigo, aquel que os conté que su maestro ya le anticipó las penurias que iba a pasar si se dedicaba al proceloso mundo de la corrección, anda ahora supervisando el trabajo de otros correctores. Corregir, lo que se dice corregir, corrige poco; su función es que lo hagan otros con las famosas tres B de bueno, bonito y barato.
Mi amigo me confiesa que a veces tiene cargo de conciencia por lo poco que puede pagar a sus correctores autónomos. Para un libro que da a corregir que esté bien escrito, endosa veinte que no hay por dónde cogerlos. Y como, lamentable e incomprensiblemente, esto de la corrección free-lance se paga al peso (tantos caracteres a tanto el millar), pocas veces les compensa el trabajo a los sufridos correctores.
Mal lo pasa cuando descubre en algunas pruebas que hay más fallos de los “admisibles”. Los libros que edita (él prefiere el verbo producir, porque editar nunca le dejan hacerlo como él quisiera) son bastante complicados: no son novelitas ni “novelotas”, no, son libros universitarios, con matemáticas, con asientos contables, con bibliografías extensísimas. Vamos, que no son libros para leer en la playa… Tener que decirles que se esmeren es lo que peor lleva, porque sabe que ni de lejos se paga lo que habría que pagar. Dice que a veces mira las pruebas y calcula cuánto tiempo le habrá dedicado el corrector de turno en leer y dejar en cristiano cualquier página de esas tan llenas de correcciones. Y no le resulta difícil llegar a la conclusión de que la señora que va por horas a planchar a su casa hace mucho mejor negocio.
Intenta compensarles con trabajo continuado y, a veces, “tapándoles” algún pequeño retraso en la entrega del trabajo. Es lo único que puede hacer. No está en su mano pagar más, eso depende ya de otros niveles. Pero lo tienen crudo. Casi todos los gastos de la edición se han reducido: se paga menos por componer, menos por maquetar, menos por filmar, menos por imprimir.
En fin, quería deciros que, por el bien de lo que leemos, virgencita, virgencita, que los sufridos correctores, por lo menos, se queden como están.